Aterrrizar en Anchorage… Alaska.
Tierras pensadas, soñadas, imaginadas y de repente… ¡aquí estamos!. Ya desde el avión podemos ver glaciares, nieve, ríos, la costa y el mar, cumbres blancas…
el corazón late más fuerte, el gesto se torna una sonrisa fija que no nos la arranca ya ni el dolor de cuello o de culo provocado por tantas horas de avión.
Alaska ¡¡hemos llegado!!.


De nuevo montamos las bicis en el mismo aeropuerto. Desparramamos todo primero y, colocando cada pieza, cada tornillo, cada bolsa, cada parte de lo que llevamos en su sitio preciso; damos forma de nuevo a las bicis, a las alforjas y con todo hecho… nos volvemos a sentir en casa.
¿Casa?, ¿que es casa?… para nosotros desde luego no es un lugar ni un punto en el espacio, es claramente un sentimiento interno que nos lo provoca esa sensación de avanzar suave montados en la bici con todo cargado, avanzando… pero también el estar en la tienda de campaña, o en un espacio natural…


El mundo es casa.

Alces en plena ciudad. Anchorage está rodeada de mar y de altas y picudas montañas coronadas por glaciares. Una cicloviajera nos ha hospedado en su casa. Nos quedamos tres días en los cuales hacemos alguna caminata a las montañas y nos abastecemos de lo necesario para emprender camino mientras permitimos que el cuerpo se adapte al brusco cambio que acaba de suceder, hemos volado de la punta de un hemisferio a la otra, diametralmente opuesta.
Luz, luz constante, todo el día y toda la noche… luz.
A eso hemos de acostumbrarnos, no hay siquiera un rato ésta desaparezca, la máximo a lo que llega es a un intento de atardecer que apenas se diferencia del resto del día. Aquí lo de irse a la cama es algo que hay que decidir mirando el reloj, si te descuidas son las 2 o las 3 de la madrugada y aún no te has acostado ni te has dado cuenta que son mas de las 5 de la tarde. La gente tiene cortinas gruesas y oscuras en casa, las cuales, cierran a cal y canto para poder conciliar el sueño.
Salimos de la ciudad en dirección al norte sin saber realmente a donde nos dirigimos, nos han recomendado una pista que se haya bastante más al noroeste y que según nos cuentan es remota y espectacular pero… la chica que nos hospeda nos recomienda otra ruta diferente: la más directa a Canadá y, sin saber realmente cual será la decisión que tomaremos comenzamos a «hacer camino».


La primera noche es de película, en la misma puerta de un supermercado y justo cuando nos íbamos, un par de militares se nos acercan; grandes, muy correctos y sonrientes, montados en un enorme, enorme «pick up» americano. Nos preguntan sobre el viaje y en seguida nos invitan a su casa, que no queda lejos, a comer salmón rojo a la plancha y pasar la noche. Aceptamos.
Interesante este primer encuentro y ver esa otra cara de la moneda con la que nunca hasta ahora habíamos tenido contacto. Inesperada la realidad de éstos hombres y sus ideas, su forma de ver el mundo. Por supuesto no faltan las anécdotas, las risas y… ¡¡las armas!!.

Comienza el bosque, allá donde observes, hasta dónde la mirada alcanza… bosque; 360º de pura vida.
Finalmente y ya en el cruce de caminos nos decidimos por el noroeste, no tenemos prisa por llegar a Canadá y no hay motivo de buscar la ruta más corta; si hemos de elegir preferimos la más remota, real, salvaje, la que tenga menos tráfico y ya que estamos… queremos conocer el país antes de abandonarlo así que, teniendo en cuenta todo esto; sin duda la carretera Denali es la opción y «giramos el timón» dispuestos a recorrer las 212 millas (350kms) hacia el norte que nos distan del acceso a ella.
Aquí las medidas son diferentes, las distancias se miden en millas y no en kms, la altura se mide en pies y no en metros, el peso se mide en libras y no en gramos, e incluso la temperatura: aquí la miden en grados Fahrenheit y no en Celsius. Hay dos opciones… o te pones a sacar cuentas (en lo cual Aitor es una verdadera máquina) o decides (como yo), de una manera directamente proporcional a la cantidad de trabajo que te va a costar el andar calculando cada cosa; el olvidarte totalmente de los datos y… ¡¡listo, las cuentas hechas!! (la cual es quizá la opción más perezosa pero aún así, igual de digna).
Somos de nuevo invitados en un pequeño pueblo a pasar la noche con una interesante pareja con los que de nuevo comemos salmón rojo a la plancha y aprendemos muchas más cosas sobre los osos.
Si, los osos. Eso es algo nuevo para nosotros pero que aquí es de lo más cotidiano. Andan por todas partes y hay que aprender a lidiar con ellos porque… un encuentro puede resultar en catástrofe total si no conoces ciertas normas de comportamiento.
Alaska, es el país del mundo con más población de ellos

sobre todo oso Grizzly que son los marrones, los grandotes y que por cierto, no son los lindos y amables ositos de los dibujos animados, sino animales salvajes e impredecibles con los que hay que andarse con mucho cuidado; hay que aprender a respetarlos y ésta familia nos enseña de una interesante manera: hacemos entre todos una representación teatral de como sería un ataque.
-Así- nos dice David, el hombre- si alguna vez os sucede ya sabréis qué hacer pues ya lo hemos hecho y a quedado grabado, no tendréis ni que pensar. Como os he dicho, lo más importante en caso de ataque es nunca jamás correr pues si os ve hacerlo os va a atacará seguro, es su instinto; al veros correr se convierte en predador automáticamente.
Ya sabemos que hemos de colgar todas las noches las alforjas de la rama alta de un árbol alto bien alejado de la tienda; todas las que contengan comida o cualquier cosa con olor (incluso la pasta de dientes). Tampoco podemos cocinar cerca de la tienda para que no coja olor a comida, con todo esto, lo que tratamos de evitar es que se acerquen cuando dormimos en la noche. Los osos tienen un olfato por lo visto superdesarrollado y pueden oler a grandes distancias. Es por eso que añadimos algo personal a las precauciones, sin saber si valdrá o no para algo pero así nos sale hacer: cuando tenemos ganas de mear, lo vamos cada vez en un lugar diferente y en forma de círculo alrededor de la zona en la que estamos acampados, para esparcir el «olor a humano» por la zona.
-Lo importante- me dice Aitor antes de ir a dormir esa misma noche- es que nosotros no somos su comida, no hay que tener miedo, solo tomar precauciones y no confiarnos.
-Sí, eso. Porque aunque no somos su comida, sí que quieren nuestra comida, y, según nos han dicho todos hasta ahora…. si se asustan… atacan así que, bueno, hemos de darles su espacio y como ha dicho David, si los vemos en la carretera, frenamos, les hablamos para que vean que somos humanos, o tocamos los timbres para que se vayan.- le contesto para repetir así de nuevo lo aprendido en estos días y en esa misma tarde.- ¡ah! y lo de mover los brazos arriba en el aire para parecer más grandes de lo que somos. Bueno… ya veremos.
Así hemos ido haciendo. El acampar con todos estos extras por hacer, requiere mucha más energía que nunca hasta ahora en ningún lugar de todos los que hemos recorrido pero aún así, merece la pena por el hecho de poder estar aquí, ver, rodar y experimentar éstas tierras.

La opción de recorrer la carretera Denali fue finalmente un acierto; dura, sí, (sobre todo porque después de Nueva Zelanda y haber estado escribiendo el libro; estoy fuera de forma y el hecho de que estas tierras apenas estén habitadas hace que tengamos que cargar comida para muchos, muchos días y la bici pesa lo suyo. Hemos llegado a tener que cargar para 6, 7 e incluso ¡¡ 10 días !!).
La «Denali Higway», una pista rodeada de enormes y nevadas montañas, glaciares, ríos y llanuras infinitas sembradas de abetos y pinos a veces, otras, con simplemente tundra. Los lagos aparecen tan a menudo que se convierten en habituales, aquí y allá; embelleciendo el paisaje con sus tonos o reflejos y luz, siempre luz, y los pájaros activos durante toda la noche canturreando sin parar. Una noche que aquí, es un eterno atardecer.
A menudo paramos y contemplamos esta naturaleza en bruto en la que con nuestra imaginación, podemos ver perfectamente los tipis de los indios que sabemos, mucho tiempo atrás, habitaban éstas tierras. Vivían de la caza de Alces y Renos que son los principales habitantes de estas áreas junto con los osos, los castores y los montones de aves que en verano vuelven a aparecer.

Silencio y paz pero algo más… ¡¡mosquitos!!… ¡¡dios!! tantos mosquitos como no podíamos imaginar… Hay montones de ellos que nos rodean y atacan si piedad incluso cuando pedaleamos (si bajas el ritmo por alguna razón) nos siguen en las cuestas arriba, nos rondan, nos acribillan la espalda, el culo, las piernas, mientras sudamos y andamos dándolo todo para avanzar en la cuesta… ¡¡nos sacan la mala leche los condenados!!… una verdadera pesadilla.
Compramos en la capital al llegar, unas redes que se colocan alrededor de la cabeza: son como una funda que te colocas para que no te piquen ni en la cara ni en el cuello y ayudan, ¡¡vaya si ayudan!!. Aprendemos también, algunas normas de conducta para poder evitar los cientos de picaduras: al parar para cualquier cosa que vaya a tomar más de unos minutos hay que vestirse, aunque haga calor, hay que vestirse de largo y ponerse prendas gordas que no puedan traspasar; doble calcetín, doble pantalón, e incluso los guantes de invierno para evitar las picaduras en las manos, ¡¡imaginaos!!, y… por supuesto: la red en la cabeza, vamos que… parecemos astronautas más que cicloviajeros.

La verdad es que lo de los mosquitos le quitan mucho de romántico a estas tierras porque a la hora de acampar, de cocinar… incluso de ir a mear…. los tienes ahí, al acecho y cansa, cansa mucho más que las cuestas o las pistas de tierra. En el otoño según nos cuentan, al bajar de nuevo las temperaturas desaparecen así que, si un día volvemos; será en otoño.
Días y días de comer solo arroz con ajo y aceite; las provisiones se van acabando y no nos queda más que eso. La escasez te hace apreciar más todo de nuevo: el saborear una manzana o algo tan simple como un trozo de pan, ha llegado a ser un momento a celebrar, una verdadera fiesta.
Bebemos agua de los arroyos y filtramos de los lagos. ¿Bañarnos?, en los ríos pero… ¡por partes!… el agua está bien fría, es agua que desciende directamente de los glaciares y aunque no saca la roña, despierta y alivia de un modo delicioso el intenso picor de los montones de picaduras que nos tatúan la piel.

Piernas arañadas de tanto andar entre matorrales y piedras, arbustos y abetos.
El cuerpo, con el paso de los días y las semanas olvida la sensación de dormir en blando, del agua caliente y entonces… entonces una/uno ¡¡vale para todo!!, ¡¡puede hacer frente a todo!!. Esta sensación es la más pura, profunda y gratificante que en todos nuestros años de vida ambos hemos saboreado:
hacer vida salvaje y estar rodeados por ella… por animales libres… sin rastros de humanos… así debió de ser el mundo un día.
