Malasia, salto al trópico.

Abundancia, que parece brotar a borbotones como si de un volcán en erupción se tratase, pero éste… escupe vida. Pura vida que en infinidad de distintos verdes nos iba adiestrando los ojos, acostumbrándolos a recibir éste nuevo escenario: la selva tropical. Una interminable sucesión de, agua, flores, árboles, plantas, enredados unos en otros, elevándose juntos al cielo.

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El paso de la altiplanicie tibetana al paraíso tropical Malayo ha sido tan drástico, que aún tras 4 o 5 días de pedaleo seguíamos sin poder creer lo que veíamos, aún los ojos nos pedían pestañear un poco más rápido para aclarar la vista y asegurarse de que no era un espejismo lo que teníamos ahí delante. Tras unos días, los sentidos fueron finalmente normalizando lo que recibían.
Nuestro consciente, nuestra mente pensante, era conocedora de los problemas con los chinos que nos habían llevado a tener que volar y recorrer casi 4000 kms para caer de sopetón en el trópico, así, como el que cae en una piscina. Cuando bajábamos del avión comentábamos lo antinatural e incluso insano, del cambio tan drástico que es viajar en medios tan rápidos que te hacen aterrizar al otro lado del mundo en apenas unas horas.

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Estamos tan hechos ya al cambio progresivo, al ir saboreando y descubriendo poquito a poco, sintiendo, viendo,oliendo las diferencias una a una, que este empacho de novedades se nos hacía casi indigesto.
En Kuala Lumpur (capital de Malasia) Akmar y su hermana Amalina nos acogieron en su casa-tienda de bicis de una manera tan abierta y natural que era como estar en nuestro propio taller. Si, allí, en el taller de la tienda dormíamos junto a María y Zigor que llegaron con las 4 bicis y todas las alforjas, tras un par de días de nuestro aterrizaje. Con todo el material rescatado por nuestros amigos del «intento de secuestro chino» no podíamos estar en mejor lugar que en el taller de una tienda de bicis para poner de nuevo todo apunto, y así hicimos.
Arrancamos hacia el interior con la intención de conocer las tierras de cultivo de té, que se sitúan arriba en las montañas, y en los primeros días nos fuimos haciendo conscientes de cuánto nos teníamos que flexibilizar y trasformar para hacernos al cambio.

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Cada día, íbamos descubriendo nuevas necesidades, nuevas situaciones que requerían de soluciones: el fuerte calor, la humedad extrema, los mosquitos… todo ello hizo cambiar nuestra rutina y comenzamos a levantarnos antes del amanecer, para aprovechar así el fresquito mañanero y avanzar antes de que las horas de más calor nos hicieran tener que parar o bajar el ritmo.

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La amenaza de lluvia ha sido algo que también nos ha motivado para arrancarnos de la cama cuando aún está oscuro. Estamos en época de monzón pero éste, aquí en Malasia ha resultado ser un tío majete y sobre todo organizado, que nos hace recordar a menudo a aquellos días lluviosos en Ethiopía cuando a eso de la una del medio día, comenzaba la tormenta que ya no paraba hasta la noche. De la misma manera, éste monzón malayo parece cumplir los horarios con tal precisión que me lleva a pensar que ha de ser un tío bien ocupado, con una agenda tan apretada que no le debe dar para cambiar planes, o trasformar sus rutinas. Cuando pienso ésto me da lástima este tipo, Mr. Monzón, y quisiera regalarle unas horas, días, o incluso una semana de mi propio tiempo para que lo use como le venga en gana, o lo guarde,o lo pierda, o mejor aún lo deje pasar.
Su puntualidad (la del Sr. Monzón) a nosotros nos facilita el pedaleo y con levantarnos pronto hemos avanzado, al tiempo que esquivábamos el chaparrón el cual cae de tal manera, que en un minuto puedes quedar empapado hasta los huesos si no buscas un techo donde refugiarte. Eso mismo, un techo, ha sido otro de nuestros cambios.

En la noche el chaparrón cae también a diario y por ello, nuestra prioridad para decidir dónde dormir ha sido esa: conseguir un techo. Eso nos ha llevado a acercarnos cada día a la gente, a preguntar y a pedir un hueco, y ésto, nos ha hecho dormir en iglesias, mezquitas, un campo de trabajo de chinos que se dedicaban a cortar árboles en la selva, dormimos también con la policía,

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los bomberos, e incluso la sincronicidad nos regaló un momento muy especial en el que pudimos celebrar con la comunidad china, esa celebración de la que tanto habíamos estado oyendo hablar «el festival de las moon-cakes (tartas luna)»: unos pequeños dulces rellenos y redondos que según nos contaban, usaron para liberarse del yugo del pueblo tártaro.

Parece que los tártaros tenían tanto miedo a la rebelión china, que no les permitían tener nada que pudiera usarse como arma, llegando al punto de tener, las familias, que compartir el cuchillo de cocinar entre varias. Hicieron, coincidiendo con la octava luna del calendario lunar (la que dicen ser más brillante que ninguna otra) estas pequeñas tartas y las repartieron a todos, dentro llevaban un mensaje escondido en el que proponían un día, una hora, un momento para que el pueblo saltase a la calle, usara lo que pudiera y se revelara contra los Tártaros y su opresión, y así, así, fue como finalmente consiguieron deshacerse de ellos.
– Esta es la muestra- nos decía nuestra amiga cuando nos contaba la historia- es el recuerdo, de que todos juntos podemos llegar lejos, pero ha de ser así: todos juntos.
Es curioso ¿no os parece? que estando en Malasia os hablemos de fiestas chinas pero, es que Malasia es así, un país poblado por una diversidad de gentes y razas tan diferentes que no deja de sorprender. Malayos formados por multitud de tribus, Chinos, Hindúes, cristianos y musulmanes, budistas y animistas; un país sembrado de mezquitas e iglesias católicas, ortodoxas, que se mezclan con templos Hindúes y Gurduraras de los sicks y todos, todos parecen vivir en armonía.

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Esta diversidad y mezcla, no sólo la han ido disfrutando nuestros ojos sino también nuestro paladar. La comida callejera en Malasia es barata, tanto que nos sale mejor comer en restaurantes que comprar y cocinarnos nosotros, por lo que, con tanta opción de diversos estilos y sabores, cada comida ha ido siendo un momento de probar y saborear, descubrir cosas nuevas tan deliciosas normalmente como picantes, y es que, exceptuando la comida china, el resto es tan caliente al paladar que de nuevo, te hace sudar, volver a estar empapado. Empapados esa es la constante, día y noche, lo único que cambia es lo que te mantiene mojado: sudor, lluvia, el agua de las duchas que no ha faltado ningún día y de nuevo sudor, y lluvia y sudor, y siempre mojados.

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Malasia, un país de sonrisas, alegría y color que tan solo nos ha hecho entristecer con una de sus realidades. Al principio nos parecieron impresionantes e incluso bellas las plantaciones de palma que en algunas zonas, ocupaban todo lo que nos rodeaba, el verde, el exotismo y lo sorprendente del monocultivo nos tuvo cautivados, pero en seguida aquello se volvió casi enfermizo y nos dimos cuenta del aspecto destructivo: la selva había desaparecido en su totalidad y tan sólo nos rodeaba la palma.

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Un tipo de palmera que no da beneficio alguno más que su fruto, del que se saca lo que es más un veneno que otra cosas: el aceite de palma. Un tipo de aceite que hoy en dia se usa en el mundo entero y lo contienen mas de la mitad de los productos que se hallan en el supermercado, un aceite que comienza a destruir desde que se planta cuando acaba total y literalmente con la selva, (como tristemente podíamos percibir a cada pedalada) y acaba por destruir al que lo consume, por su alta concentración de ácidos grasos malignos que lo convierten en un peligro para el consumo humano. El ver como queman y talan la selva para sacar beneficios económicos para unos pocos, es algo que trasforma y hace replantearse de nuevo ese mundo de consumo, esa burbuja en la que

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unos pocos viven a costa de otros, de la naturaleza y del mundo. ¿Qué consumimos?, ¿que le supone al mundo que yo compre esto o lo otro?….un día, os confieso que pensé que uno solo no podría cambiar el mundo, hoy, tenemos ante nuestros ojos al mundo mismo, diciéndonos que la suma de muchos «unos» lo están destruyendo.

La belleza, la vida, la frescura y la abundancia de la selva, convertida en números en la cuenta bancaria de algún empresario y…. gracias a ¿quién?…. pues si, gracias a nosotros que somos finalmente, los que consumimos.