Uzbequistán

Entre interminables plantaciones de algodón hemos avanzado desde que cruzamos la frontera, dónde giramos el timón para tomar ahora de contínuo rumbo Oeste. Un rumbo que nos ofrece cada día un regalo: la puesta de sol sucede ante nuestros ojos y observándola, tenemos además el añadido de “la fresquita” de la tarde; un momento realmente sabroso y aunque suene raro, re-energetizante. Testigos directos de este maravilloso acontecer, continuamos a diario un poco más cada día, saboreando esas últimas horas, ese baile de colores, atentos a ese horizonte dónde el sol rojo de la tarde parece guiñarnos un ojo con su último rayo.

Hemos pedaleado el país en tan solo 6 días, ha sido un visto y no visto contínuo de carretera y por supuesto, al ser un pueblo musulmán: de hospitalidad constante.

Cada día, continúan enseñandonos éstas gentes lo bello y enriquecedor del compartir, del dar, lo cual para ellos es algo cotidiano y común, algo que ni siquiera se plantean pues les sale directo del alma. Te ven en la calle y te invitan a ser su huesped: té, galletas, una cena que es un banquete en el que te sacan lo mejor de cada casa, ducha a menudo y dormir en el mejor sitio, con lo mejor que tienen. Por supuesto que al día siguiente el desayuno espera abundante para que no pases hambre en el pedaleo, y es común que tengan preparado a parte un pan o un paquete con frutas y galletas para el camino. Se desviven en los detalles y en el intento de hacerte sentir bien.

Nosotros damos el 100% de lo que tenemos y que es: a nosotros. A veces no es fácil el “estar”, después de un día completo de pedaleo; mantenernos ahí, «darnos» a la hora de intentar entendernos, tener paciencia, esperar con los ojos que ya no aguantan apenas abiertos, al momento en que puedes ir a dormir. Aguantamos hasta no poder más contándoles, hablando y sobre todo haciéndoles reir lo que podemos, pues no hay cosa más gratificante que compartir la risa.

Un par de joyas tiene éste país, en el sentido de ciudades míticas de la ruta de la sed:; una es Samarkanda. Desde que oí ese nombre y cada vez que lo pronunciaba sentía como si en él, pudiera saborear el polvo del desierto. Un nombre que me evocaba mil y una imágenes de hombres montados a camello y mercados entre enormes mezquitas y murallas de tierra….. no era lo que imaginaba por supuesto, pues el paso de los años, la modernidad y el turismo ha convertido esta ciudad en una atracción en la que han puesto vayas, guardas y para ver la plaza del mercado incluso desde fuera, hay que pagar.

Igualmente sigue siendo bella, las enormes mezquitas y grandes cúpulas turquesas que se elevan al cielo, dejan boquiabierto al que por primera vez las encuentra ante sus ojos. Enormes mosaicos de pequeñas piezas forman los muros de las altísimas paredes de los tres edificios que rodeaban la plaza, en la que antiguamente estaba el mercado. Ésta ciudad fué un lugar de paso entre oriente y las tierras del oeste, de intercambio entre China, Irán, Rusia, de camino de las caravanas que por el este venían de India y Paquistán.

Para nosotros lo más interesante e inolvidable de ésta parada no ha sido la ciudad ni su belleza, sino un encuentro.

Estaba sentado tomando té y galletas cuándo llegamos a la pensión, acababa de llegar tan sólo media hora antes que nosotros y cansado, había dejado su antigua bicicleta cargada hasta los topes, en un lateral del patio central de la casa. Veníamos en dirección contraria y aún así llevábamos un mismo camino: recorrer el mundo en bicicleta.

Daisuke resultó ser una de las personas más especiales que encontramos hasta ahora; tranquilo y humilde, sencillo y simple había salido de Japón (su tierra natal) hacía ya algo más de 10 años, y desde entonces había estado recorriendo el mundo. Hablaba un casi perfecto español que había aprendido en su estancia en sudamérica, lo que simplificaba la comunicación y engrandecía la conexión. En el desayuno del segundo día nos habló de su paso por África y algunos países árabes. A través de sus palabras quedamos encandilados con la experiencia…..

-¿Quien pudiera recorrer esos continentes?……

-Podeis- respondió mientras tomaba otra galleta y la mojaba en su té – si quereis, podeis.

Aitor y yo nos miramos dándonos cuenta en ese momento de que nuestro nuevo amigo tenía razón. No tardamos un minuto en traer el Atlas que reposaba en la estantería cercana a la mesa, y abrirlo, allí estaba el mundo y con el dedo resultaba sumamente fácil atravesar fronteras, mares y continentes. Así, los tres, pasamos el resto de la mañana frente a aquel mapa, recorriéndolo, viendo opciones y tras ello, todos nuestros planes cambiaron totalmente.

Dejamos a un lado el volver hacia Europa a través de Turquía, pues hemos decidido visitar ese enorme continente, que allá al sur, se expande enorme sobre los mares: África.

Gastando tan poco como se gasta con esta forma de viaje, podemos permitírnoslo y aún incluso, podemos ajustar más el cinturón para que nos sea factible.

Estamos en la capital, dónde hemos vuelto en autobús para recoger los visados que dejamos preparándose cuando pasamos a la entrada del país. Las bicis quedaron en Bukara, a tan sólo un paso de la frotera de Turkmenistán en la esquina opuesta, y una vez se dejen de ese “vuelva usted mañana” que ya nos tiene hartos, volvemos y arrancamos de nuevo.

Bukhara, la segunda joya del país resultó ser un lugar con mucho más que ver que Samarkanda. Un transportarse en el tiempo a aquellos años de caravanas de camellos, de mercaderes que recorrían el mundo a pie, de comerciantes de todo tipo que seguían esta mítica ruta

Cerrando estamos nuestra estancia en Asia Central . Excitados, algo inquietos y entusiasmados por ese cambio de rumbo y de planes que nos amplía horizontes, rebosamos gratitud ante el hecho de poder seguir eligiendo nuestra vida, perfilando y dándo forma a nuestros caminos y haciendo del destino un amigo, un aliado.