Turkmenistan

A lo que iba a ser una contrareloj de 5 dias – 500 km en el interior del país y de frontera a frontera, se le sumaron (por el retraso en los visados) unos 300 kms más, pues perdimos la oportunidad hacer un par de descansos entre medias, teniendo finalmente que hacer todo de una tirada.
Turkmenistán, el último de los “-tanes” fué una increible experiencia….desierto, desierto y más desierto.

Avanzando por esas infinitas rectas que ante nuestros ojos parecían eternas con las piernas “a ritmo”: una cadencia que va poco a poco himnotizándote, haciéndote entrar en un estado de trance en que pareciera que las piernas van por ellas mismas, como una máquina que por si sola se mueve, mientras tú sólo observas, a ellas y a ese paisaje desértico que aparentemente no varía, tan sólo la posición del sol y la forma de nuestra propia sombra nos venían a recordar que el tiempo pasaba.

Con tantos kilómetros por recorrer y el mal estado de algunos trozos de la carretera, no quedaba más opción que pedalear de la mañana al atardecer.

Hemos encontrado pocas aldeas pero cada vez que hemos pasado por una, un pan de esos echos a mano y ofrecidos con todo el corazón llenaba nuestras alforjas y después nuestras barrigas. Con el cansancio del día de pedaleo, además de empujar las bicis por la arena hasta llegar a un lugar un poco apartado de la carretera, acampar y todo lo que ésto conlleva… no nos quedaban ganas de cocinar y esos panes nos han hecho de comodín en muchas ocasiones. Pan con pan…..y a descansar que mañana llega sin que te des cuenta.

Han sido dias duros pero tremendamente sabrosos.

El desierto me hace conectar con una especie de desierto interno que ya existía en mí. Un vacío en el que todo está, y a la vez nada hay, un espacio de quietud y silencio enormemente reconfortante. El viajar en bici, aunque sea en pareja tiene mucho de solitario, pues son muchas las horas que pasas sobre ella, avanzando, pedaleando el mundo en completa soledad y aunque cruces gente y pueblos, sigues en esa interna soledad avanzando entre todo ello. En el desierto, esa sensación se multiplica y esa calma, paz, silencio y profundidad, transforman incluso la mente que sin nadie que la escuche, aburrida, deja a un lado su parloteo constante… y se relaja.

Llegamos, justitos pero llegamos. Entramos en el puesto fronterizo tan solo 10 minutos antes de que cerraran. Todos querían marcharse por lo que el papeleo y control fueron rapidísimos. En tan sólo 20 minutos pasamos lo que a otros, según nos habían contado, les había costado 4 horas y mucha paciencia.

Y así, corre que te corre cruzamos la tierra de nadie con un enorme ave sobrevolando nuestras cabezas, avanzando por ese kilómetro y medio junto a nosotros. Parecía darnos la bienvenida y venirnos a recordar que en Irán teníamos que taparnos un poco más.

Ante la divertida y curiosa mirada de los que estaban en el lado Iraní, sacamos de las alforjas las mangas largas, los pantalones largos y para mí como extra, un pañuelo con el que tapar cabeza y cuello, pelo y orejas, pues a partir de esta línea fronteriza el enseñarlos supone un crímen y podría tener serios problemas con la policía según sabemos.

En el lado Iraní ya habían cerrado y tuvimos que esperar para poder pasar. Estaba justo atardeciendo cuando cruzamos finalmente el último control.

¡¡Prueba superada!! a partir de mañana no “hay” que hacer tantos kilómetros, no tenemos un reloj que nos empuje con su avanzar, somos de nuevo libres de parar y hacer. Esa noche, recordándo todo esto nos sentimos ricos, afortunados y con una sonrisa en los labios nos entregamos al sueño.