Ladakh, un pequeño gran reino.

Entramos en «Lahaul» literalmente «la tierra de los muchos pasos», pasos de montaña por supuesto, puertos, muchos y muy, muy altos.
Aquí comienza la carretera que conecta Manali con Leh, los planos de la India con los Himalayas, con el Tibet, con ese otro mundo de las alturas. Una mítica carretera por ser una de las más altas del mundo, famosa entre los cicloviajeros y motociclistas por su belleza. El recorrerla, el cruzar estas tierras, fué el origen de ese impulso que nos hizo arrancar hacia India, y ahora, finalmente, entrábamos en ella tras salir del Valle de Spity a través de un puerto de montaña, que nos hizo sufrir más de lo esperado, no tanto en la ascensión sino en el descenso: encontrábamos contínuamente riachuelos que aparecen en esta época debido al deshielo y cruzan la pista de lado a lado. Ante ellos, no queda otra que quitarse las zapatillas, arremangarse los pantalones y prepararse a empujar con fuerza, pues, las grandes rocas de río que hay bajo el agua y el peso de las bicis, hacen de esta tarea una agotadora labor, pesada y cansina debido a la considerable cantidad de estas corrientes.

cruzando el rio
Resoplábamos ambos de desesperación al ver que de nuevo aparecía otra en el camino…¿qué vamos a hacer? la vida a menudo no es lo que uno quiere sino, lo que es, y lo mejor es aceptarlo como viene y salir del paso.
Si ha habido una constante en la Manali -Leh ha sido la variedad, la cual, nos ha sorprendido a diario con diferentes paisajes que no permitían lugar a lo monótono por los grandes y continuos contrastes.

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Del valle a la montaña y de ahí al primer paso en que ya casi alcanzábamos los 5000 metros y que coronamos mucho mejor de lo que en principio imaginábamos, y así, cruzando el paso «Baracha-La», entramos en la tierra de los lamas y oficialmente cruzamos la cordillera de los Himalayas.
Después llegaron los llanos de Sarchu que obligan ante su presencia al viajero a desencajar la mandíbula y abrir los ojos un poco más de lo normal ante lo inaudito de tal visión. Llanos verdes y extensos que nos hicieron sentir de nuevo en Mongolia y de igual modo, acampamos libres casi a ojos cerrados.
Acampar en estas tierras es fácil, pues es constante el que haya agua, naturaleza es lo que te rodea y las gentes, en el raro caso que anden cerca, son tranquilas y pacíficas. Nada puede pasar, sólo que disfrutes, y así hicimos.
Después más puertos, unos detrás de otros. Algo sorprendente e inesperado ha sido el disfrute a la hora de subirlos.

 

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Realmente en altura hay que volver a aprender a ir en bici pues no tiene comparación con pedalear más abajo. Aquí el oxigeno escasea y eso hace que no sean las piernas las que te dictan el límite, sino la respiración la que regula el esfuerzo. Has de mantenerte atento a ella, consciente y en base a que no se acelere, ajustar el ritmo. Esa es la clave: ritmo.
Respirar, coger el ritmo, y algo importante: parar lo indispensable. Eso es lo que he aprendido: al subir a más de 5000m si uno para el cuerpo recupera si, pero… tras ello, el sólo esfuerzo de montarte de nuevo en la bici y arrancar basta para romper el delicado equilibrio con tu respiración. Esas primeras pedaladas de arranque si ademas son cuesta arriba, provocan tras unos segundos la axfísia, el ahogo, y sólo tras 400m de sufrirlo de verdad, vuelve ese ritmo entre movimiento y respiración, y asi… la calma. Una vez que todo por fín va de nuevo acompasado… ¿quién quiere perderlo? yo no, y ni tan siquiera me la juego poniéndome de pie….nada de parar, continuar, suave, continuar, no parar, seguir, suave, a ritmo… así se pasan los kms de estos puertos que rondan y superan a menudo los 40kms de ascenso contínuo. Así todo se lleva suave y tranquilo, aqui no hay otra forma, aqui, no hay modo de correr.
Aitor puede, el sí se pone de pie y le veo allá arriba salundándo con la mano, dándolo todo también, pero a un ritmo mucho mas alegre y dinámico y es que la genética aquí cuenta mucho y él, parece estar hecho de una madera especial que se adapta perfectamente a la alta montaña. Pedaleamos juntos en la distancia, compartiendo diferentes trazos en un mismo sendero.

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La cima siempre tiene regalos: vistas y satisfacción por haberlo conseguido. Atrás esos momentos en que creías desfallecer, no poder llegar, atrás las miserias e incluso a veces el maldecir y querer tirar la toalla…. ahora… estás arriba. El momento ha quedado atrás, otro más, atrás. Eso enseña la bici y la vida misma, todo acaba, siempre llega un punto en que todo queda atrás y otra realidad viene. En los puertos, esto, es motivo a celebrar.
Las banderas de oración, coloridas y moviéndose al viento son el aviso de la cumbre.

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Según la tradición dicta, han de ser colocadas lo más arriba posible y por supuesto, estos puertos son lo arriba de lo más arriba asi que … ¿dónde mejor?.
Es dura la altitud pero sabrosa, la luz aquí arriba es diferente y los colores son mas puros, el cielo no tiene nada que ver con como se ve en otros lugares dónde hay más oxígeno, el aire, las flores, los animales y la gente que uno encuentra aquí, son totalmente otro mundo.

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Llevar el cuerpo a los límites es lo que hemos estado experimentando en los últimos tiempos, llegando a realmente experimentar eso de «exhausto». El cuerpo literalmente reventado, tan sólo poder hacer un movimiento: el pestañeo. Es como si la fuerza de la gravedad se hubiera incrementado hasta el infinito y todo te pesara mil veces más… incluso beber agua cuesta, tras pegar un par de tragos queda uno jadeando como si hubiera corrido una colina cuesta arriba, a veces resulta incluso cómico. Los lugareños sin embargo caminan como si nada arriba y abajo, siempre tranquilos, con una sonrisa como regalo y a menudo canturreando alguna canción avanzan en estas duras tierras llevando caballos para la venta o cuidando de sus rebaños que pastan en las alturas ahora que el tiempo lo permite.

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En un par de ocasiones debido al mal tiempo hemos dormido en lo que aquí son los únicos puntos de avituallamiento: grandes y blancas tiendas de campaña en las que hay un poco de todo amontonado (galletas, chocolates, bebidas, frutos secos) y dónde te cocinan simple, simple y te ofrecen un colchón en el suelo por un módico precio.
El fin de fiesta no pudo ser mejor. Tras coronar el último puerto y el más alto de todos (Tanglan-La con 5.300 m)nos esperaba el descenso por un valle que podría ser escenario de un cuento. Un arroyo y a ambos lados altísimas paredes de piedra lo acompañaban hasta su desembocadura, allá abajo, en el río Indus. Los colores de las rocas que con increíbles formaciones se alzaban a nuestro lado, variaban del rojo al verde, del azul al morado; aristas, cortes, y ondulaciones rocosas que nos hacían bajar frenando para no perder detalle.
De nuevo el mundo, la tierra y su belleza que fascina, que hechiza y que te vuelve a traer esa sensación de no ser más, que una pequeña parte de ella, una pequeña parte de este todo: la montaña, la nieve, el monasterio, el río , la piedra, el silencio , la nube y nosotros… una pieza más en el puzzle del todo.

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Hacia los himalayas

El entrar en India de nuevo nos trajo una alegría: electricidad.
El que terminaran los contínuos cortes eléctricos suponía y prometía apacibles noches bajo el ventilador, sabrosas horas estaban por venir, e incluso tendríamos un extra: acceso a beber frío en las horas más cálidas del día. Así fue.
Cruzamos hasta Rishikes (situado al pie de las primeras montañas que marcaban el comienzo del ascenso a los Himalayas) como dos fieras, apretando los cuádriceps y el culo, y haciendo cien al día de contínuo. De nuevo el pedalear por India solo nos provocaba ganas de salir de ella, de nuevo esa India de fuera de las burbujas turísticas con la que lidiar… se nos hacía más cuesta arriba que el mismísimo Everest.
Fue duro comenzar a subir de nuevo tras el mes y medio parados en Kathmandú. En el llano del Terai nepalí las piernas habían vuelto a recordar el rodar y rodar, pero ahora… ahora venía lo bueno: las cuestas eran largas y la media de kms diarios bajó mucho en los primeros días, hasta que poco a poco los músculos y la mente, se volvieron a hacer a la montaña. Montañas que … son otro mundo.

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Políticamente el mismo nombre: India, pero… realmente… otro país, otras gentes, cultura, religión, vestimenta, lenguaje, comida y lo mejor: otra forma de entender el mundo, la vida, de tratarse y… de tratar al viajero…. ¡¡¡ufff!!!… resoplábamos ascendiendo… nadie sabia nuestro secreto: era de alivio.
Decidimos cruzar las montañas por remotas carreteras que nos ayudaban a dejar a un lado el tráfico y el calor. El recorrido era más duro pero tranquilo, y resultó además, mucho más bello (es lo que tiene el arriesgarse, a veces sale rana pero otras… príncipe). Antes de comenzar el descenso al valle, un regalo: las cumbres nevadas. De nuevo vistas de los Himalayas aparecían en el horizonte, para ambos: la tierra prometida.

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Entramos finalmente en el Valle de Kinnaur tras un descenso de aúpa.
(Rescato del diario): «Los encuentros en la carretera se transforman y la gente se hace amable y sonriente, corteses y alegres te saludan al pasar, y yo, como mujer, me siento finalmente libre de ser sin tener que ocultarme, relajada cuando un hombre se acerca, pues me ve igual que a Aitor: persona primero, mujer después.»
¡¡Ufff!! mas resoplidos de alegría y mucha presión aligerada.

Las primeras banderas budistas de rezo anuncian el cambio de religión y son motivo de celebración y de alegría para nosotros: tocamos los timbres de las bicis, gritamos, reímos y celebramos el cambio y todo, todo, tooooodo lo que ello significa. Descubrimos que este valle es una zona en que ambas religiones se mezclan, Hinduísmo y Budísmo: los símbolos, las formas de rezo y los rituales tienen semillas mutuas y se covierten en un curioso re-mix.

Ascendíamos el valle siempre con el río «Satluj» allá abajo, el cual, siempre en sentido contrario a nuestro avanzar, descendía con una fuerza que a veces nos hacía parar a observarlo, algo digno de ver, abriéndose paso entre la roca, avanzando como en una lucha, arrollando, arrasando con todo a su paso. Fuerza.

Las gentes de Kinnaur nos recuerdan más a los nepalíes que a tibetanos o hindúes y es que, según nos cuentan, esta zona fué Nepal, al igual que Sikkim e igualmente India la tomó hace años.

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Avanzamos siempre con la constante del ascenso por una carretera que nos hace preguntarnos un par de cosas a cada momento:
«¿Cómo es posible que la hayan hecho aquí?» y algo más «¿saldremos vivos de ésta?»
No dábamos crédito a dónde y cómo, la carretera está hecha: un canal picado en una enorme pared vertical, en la que el riesgo de desprendimiento es altísimo. A cada poco encontramos agujeros hechos por las rocas caídas, y no había más alzar la vista, para ver las enormes rocas agrietadas esperando el momento de caer.
Cuestión de suerte, no más y… la tuvimos.

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El Valle de Kinnaur ha sido como una puerta: de India a los Himalayas, de tierras verdes a las desérticas alturas que aparecen cuándo se asciende, como fuimos haciendo poco a poco, hasta más de 3000m de altitud. La puerta del Tibet que fue y que aún es aunque así no lo llamen. La puerta hacía los paisajes, lugares, rincones y gentes que más nos gustan a ambos. El mirar el mapa y ver todo lo que teníamos por delante, por venir, no provocaba más que entusiasmo, excitación y alegría.

Así entramos en el Valle de Spity, uno de los encuentros más interesantes y bellos de todo el viaje (si, de toooodo el viaje).           Éste se abría ante nosotros que nos sentíamos literalmente, como dos pequeñas pulguitas encaramadas en un inmenso mundo.

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Grandeza y paisajes de increíble amplitud y enormes distancias….un impresionante desierto en el que tan solo parece sonar el viento.
Inspiración en este Valle de Spity en que ya la altura no baja de los 3000m, los monasterios antiquísimos te transportan en el tiempo hasta llevarte a otras épocas.

En ellos dormimos, lugares de estudio de monjes, cuevas de meditación, bibliotecas con libros antiquísimos que por más de mil años fueron y siguen siendo recitados cada día.

El hecho de que algunos monjes, jóvenes normalmente, hablen algo de inglés es un regalo ,pues siempre es un placer sentarse junto a ellos; la alegría, la paz y una fresca sencillez caracteriza cada vez, esos encuentros y conversaciones, en las que normalmente te ofrecen una taza de té tradicional, con leche, mantequilla, y sal.

Spity. Inspiración.                                                                                                                                                                                                                       Este valle es uno de esos lugares que se recorre poco a poco, no hay quien haga muchos kms de seguido: avanzas cien metros y paras a sacar una foto, otros cien y otra parada para escribir algo. Otros cien y …. has de parar para poder poner todos tus sentidos, en ese paisaje que tienes de repente ante tus ojos, o en lo que apareció tras la curva, o bajo el acantilado, o la montaña que asomó, o la amplitud, la grandeza, la intensidad…. imposible continuar pedaleando como si nada. Admiración.

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La sincronicidad nos hizo un par de inolvidables regalos:
En el monasterio de Kye (4116m) coincidimos con una antropóloga hindú que estaba haciendo un estudio sobre la cultura tibetana de estas tierras.

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Nos contó, entre otras cosas que en esta época del año son las mujeres las que trabajan la tierra (en un año recolectan una cosecha de cebada y dos de guisantes) pues toca el quitar las malas hierbas, y así agachaditas, con sus pañuelos enrollados en la cabeza de tal forma que sólo se le ven los ojos (se protegen del fuerte sol de las alturas), las encontramos desde muy pronto en la mañana hasta que las últimas luces del día y algunas casi en las tinieblas, vuelven a casa cansadas del largo día. Son pocos meses los que el clima permite cultivar y como la cigarra del cuento, aquí todos han de trabajar duro para después tener provisiones durante el largo y frío invierno.
Los hombres en esta época se encargan de los animales y un dato curioso, es que preparan la comida y se la llevan a la mujer al campo, al medio día para que descanse un rato a comer. Son ellos también los que se ocupan de los niños y se ven cotidianamente imágenes inusuales en cualquier otra parte del mundo, como el hombre con los chiquillos a cuestas o lavando la ropa.
También nos contó que al día siguiente, en un pequeño pueblito cercano, se hacía un ritual tipo chamánico para pedir lluvia y abundancia para el año. Cambiamos los planes y fuimos…

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fue algo único, inolvidable, de esas cosas reales que no están hechas para el turista sino que son y muestran lo mas puro y real de estas gentes.

Disfrutamos de nuevo y volviendo ya hacia el monasterio, comenzamos a preparar la cabeza y las piernas para la dura prueba que supone salir de este valle de Spity: cruzar el paso Kunzung La 4.550m y sin asfalto, lo cual iba a ser tan solo un adelanto de lo que nos esperaba en la siguiente aventura que tras el paso comenzaba: la mítica carretera Manalí-Leh que con pasos de muchos mas metros que 5000m nos llevaría a cruzar literalmente los Himalayas y abrirnos paso a ese reino de las alturas que con sólo nombrar nos llenaba el alma de alegría: Ladakh.

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Mmm……Sikkim……mmm.

Si tuviera que escoger algunas palabras para describir Sikkim, así como el que coge un lienzo en blanco, un pincel y comienza a trazar líneas que hacen aparecer la figura; usaría probablemente….
Armonía, paz, delicada belleza, flores, tranquilidad, naturaleza… ¡¡ah!! algo más: monjes y cuestas.
Sikkim, un pequeño mordisco que India pegó a esta zona montañosa entre Nepal, Bhutan y Tibet y que proclamó como suya. Los Sikkimeses nos cuentan que a falta de ejército para defenderse y, de medios, se rindieron pacíficamente.
Los primeros habitantes de ésta zona fueron gentes venidas del tibet, monjes. Más tarde los Nepalíes fueron apareciendo y, hoy en día son los descendientes de estos dos grupos los que forman las 3 etnias que habitan estas bellas tierras.
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Sikkim, pocos podrían situarlo en el mapa, pocos oyeron hablar antes de él pero, a nosotros hace tiempo nos atraía muchísimo la idea de recorrer este rincón del planeta. Nuestro dedo indice había recorrido en el mapa las carreteras que recorren la zona noreste mientras ideábamos el plan soñando despiertos. Tierras altas y remotas y en ellas, siempre llegábamos a un lago situado allí, casi en la frontera con el mismo Tibet, el cual parecía llamarnos con voz suave y profunda, como las sirenas a los marineros que hipnotizados se dirigen sin pensarlo dos veces a sus brazos. El hechizo lo rompieron de nuevo las leyes y la burocracia.
El hecho de estar situado en la frontera con el Tibet ocupado por los chinos, hace que esta zona está bajo alta vigilancia y restringida a los turistas. Sólo se permite visitar la zona norte con guía, en grupo y con un permiso especial que tan solo conceden por unos días.
La noticia para nosotros fue algo así como un portazo en las narices.
Rafa, un amigo de Madrid, llegaba a Delhi justo cuando la familia de Aitor marchaba de vuelta a casa tras los 15 días en que estuvimos de turisteo por el Rajastán. Tras el adiós a la familia, la bienvenida a un amigo que a parte de la bici,su guitarra y lo necesario para unirse al viaje por un tiempo, traía un saco lleno de ganas, de entusiasmo y de alegría.

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Juntos, hicimos el larrrgo viaje en tren desde Delhi hasta Darjeling dónde esperaban las bicis. Al llegar, las pusimos a punto con los recambios que nos habían traído de Madrid, donde los mismísimos Reyes Magos de Oriente habían dejado este año un paquete para nosotros con todo lo necesario para restaurarlas pues, platos, piñones y cadenas habían llegado a un límite tal, que la única forma de poder seguir avanzando con ellas sería…. cuesta abajo.

Y así, con un nuevo compañero de aventura y las bicis como nuevas, volvíamos a la carretera dispuestos a aventurarnos en el oeste de Sikkim, una zona de pura montaña en la que los llanos escasean y las cuestas quitan el hipo.

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Las plantaciones de té de la zona de Darjeling se iban quedando atrás, tras una bajada de 20 kms y cruzar un caudaloso río, llegamos al puesto de control en el que los policías nos aseguraron que desde ahí todo cambiaba, que la gente era más honesta, que era más seguro, que estaríamos tranquilos y, os puedo asegurar… así fue.

Sikkim, tranquilidad y calma lo impregnan todo.

Gentes sencillas y amables de delicada belleza que nos hacían más llevadero con sus sonrisas y saludos, el sufrimiento que supone enfrentarse a las continuas cuestas, cuestones, que son lo que han caracterizado los días de pedaleo. Rafa ha respondido de maravilla a la dura prueba que supone el pedalear a diario, el llevar la bici cargada y sobre todo, a este terreno. El hecho de estar asfaltado en su mayor parte, facilita pero, hemos sufrido y jadeado, tanto, como hemos bajado asustados apretando los frenos a tope (y los dientes también) en los descensos.

Eso si, siempre ha merecido la pena.

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Los días de pedaleo han sido cortos, 30 y tantos a 40 y tantos kms al día y se acabó; este pedalear da para poco, cuando el perfil de la carretera podría igualar al dibujo que traza un escaner de corazón hecho tras una carrera de 300m lisos.
Pequeños pueblos que salpican de color el verde que todo lo cubre. Estamos en primavera pero aquí sucede algo muy curioso, que un joven estudiante nos explicaba mientras tomábamos un sabroso te con leche, sentados en el interior de un pequeño chiringuito de madera, a un lado de la carretera: «Aquí la primavera y el otoño suceden al mismo tiempo. Están sucediendo ahora, a la vez, las flores aparecen y las hojas se ponen amarillas, rojas y se caen.»

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Esto era algo que habíamos apreciado y nos tenía confundidos: en los árboles veíamos las hojas amarillas, rojizas, marrones y muchas cubrían ya el suelo pero, también hemos estado encontrando continuamente una infinidad de coloridas flores. Las orquídeas y la rojísima flor del Rodadendro son típicas de Sikkim y se encuentran en todos los rincones entre el verde y el agua de los bosques, explosionando al tiempo que a los árboles se les caen las hojas…. primavera y otoño al mismo tiempo… ver para creer.

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Los monjes y los templos han sido otra de nuestras rutinas. Los sikkineses son, en su mayor parte, budistas (budismo tibetano) y hay templos y monasterios en todas partes.

Han sido bastantes los días de descanso en que nos han despertado las trompetas de los monjes que, ya de madrugada comienzan los rezos y ritos. El sentarse en el interior de un templo rodeados de monjes que recitan a ritmo con graves voces que llegan hasta lo mas profundo, de una forma contínua, los tambores y campanillas, platillos y trompetas que los acompañan, hacen que uno entre en un estado de semitrance en que parece trasladarse a otros mundos. Colores y figuras, pinturas e incienso, rezos y energía que vibra y que te hace viajar, esta vez, sin dar pedales.

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Un regalo este de haber recorrido Sikkim, un acierto el habernos decidido por no pasarlo de largo.
De nuevo… el mundo y tú, y esa maravillosa sensación de libertad al experimentar que a lomos de esta silenciosa compañera, uno tan chiquitito, puede llegar a recorrerlo.

Al mirar arriba, y ser consciente de que así de cargados como vamos teníamos que subir hasta la cumbre que teníamos ante los ojos… a uno le parece imposible pero, poquito a poco y sin prisa… sin darte casi cuenta resulta que miras atrás y ves allá abajo el puente que cruzaste cuando te parecía imposible subir. Subir es silencioso, es duro, engrandece y en la lucha del ascenso, se aprende.

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