Pakistán Karakorum Highway

En Gilgit y tras nuestra aventura por las tierras fronterizas, nos unimos a una mítica ruta que sube hacia el norte hasta llegar a China cruzando la cordillera de los montes Karakorum: una línea montañosa que es la continuación del Himalaya y está formada por cimas tan famosas como el K-2 que sobrepasan los 8.000m de altitud. Esta ruta la «Karakorum Higway», era parte de «la ruta de la seda» y a través de ella los comerciantes que venían del norte, accedían a las tierras donde conseguir deliciosas especias e inciensos, seda y pashmina. Hoy en día, estas tierras del norte están habitadas por “Ismailies” una rama de la religión musulmana mucho más abierta y espiritual que cualquier otra, son maravillosas gentes que viven mucho mas libres, tierras dónde se puede volver a ver mujeres en la calle e incluso viajan solas, sonríen, pueden dar la mano al saludar y aunque han de taparse, aquí el burka no se usa, es más, está mal visto. Una tierra dónde los hombres te miran a los ojos sin miedo y también sonríen mucho más.

Los valles y las montañas se abren ante nuestros ojos maravillados de tanta belleza natural. Es la época del florecimiento del albaricoque y los árboles cargados de flores salpican el paisaje llenándolo de vida. Vida, eso, aquí se respira vida.
Realmente ha merecido la pena el esfuerzo que supone recorrer esta mítica ruta, el cual, dicho de paso, resultó ser finalmente menos del que habíamos imaginado y tener mucha más belleza de la que nos habían contado. Desde Gilgit hasta la frontera, poco a poco la ruta se fue haciendo más remota, más pura y más impactante. Pequeños pueblos salpicaban a cada tanto las enormes e impresionantes montañas, que de caprichosas formas y colores han sido el marco en que se han ido sucediendo los días y los encuentros. Un lugar que realmente nos ha inspirado el volver.

El hecho de ir sin prisa nos ha ayudado a disfrutar más de la ruta en sí y de lo que encontrábamos en el camino: mágicos rincones, interesantes personajes, glaciares, ríos, montañas y valles. Fué en unos de esos valles, al comienzo de la ruta, entre Gilgit y Chitral que encontramos unos de los tesoros del viaje del que aún no os he hablado: los Kalash.

Tres valles son los que se convirtieron hace cientos de años en el asentamiento de esta tribu. Gentes que se dicen descendientes de Alejandro el Grande, es decir, de los griegos. Religión animalista muy cercana al Zoroastrismo, otra cultura, otra forma de vida que nada, nada tiene que ver con todo lo que les rodea por cientos de kilómetros. Abiertos, alegres y pacíficos son como un oasis que sobrevive en medio unas de las tierras más extremas en cuanto a religión islámica se refiere: Afganistán y Pakistán.
Nos quedamos en lo profundo del valle más poblado (unas 250-300 personas) por casi una semana, en la casa de una familia que había adaptado para recibir turistas, el precio era bajo y el lugar muy humilde, podías saborear el vivir exactamente como ellos, entre ellos. Uno de los hijos de la familia era el encargado de los visitantes pues hablaba bastante buen inglés, de trato cordial y muy simple y sencillo, nos acompañaba siempre en las comidas, sentándose con nosotros observando juntos las casas, el movimiento del pueblo y sus gentes que desde la puerta de la habitación, bajo el pequeño porche podía verse ampliamente. A través de él fuimos descubriendo curiosas e increíbles peculiaridades de éstas gentes, de las que aquí resumo tan solo algunas:
No tienen nombre para los días, tampoco para los meses, ni tan siquiera cuentan los años. Debido a ello la mayoría de la gente no sabe los años que tienen y es que para ellos no es importante.

Tampoco cuentan las horas. Cuándo Aitor le preguntó cómo era entonces que los niños van a la escuela si no saben la hora, nuestro amigo contestó que simplemente van: van por la mañana tras levantarse y desayunar, a veces llegan 20 o 30 minutos antes, si, pero entonces se quedan jugando hasta que viene el maestro; si llegan después entran sin más.
Es una sociedad matriarcal y viven de una forma muy cercana unos a otros, comunitaria.

Algo curioso también fue descubrir que cuando las mujeres tienen la regla y en las últimas semanas de embarazo, van a una casa apartada en la que sólo entran mujeres, allí no hay hombres, solo ellas; siguen sus vidas normalmente y pasados esos días vuelven a sus casas. En el caso de las embarazadas, cuando van a parir se les lleva a un templo (un lugar muy humilde) donde paren y pasan las primeras dos semanas con el niño. La familia les lleva comida y pasadas dos semanas vuelven a la casa familiar donde las espera una gran fiesta.

En las noches, todas las noches, los cantos de los niños lo llenan todo; agarrados en filas dan vueltas y van de un lado a otro saltando, corriendo. Arman un enorme barullo que de repente se apaga sin más, todos a una, en ese momento puedes ver a través de las puertas abiertas de las casas como las familias cenan mientras fuera de las casas vuelve el profundo silencio que desciende sobre el valle y que dura hasta la mañana en la que, con los primeros claros, comienzan todos de nuevo su actividad.

Kallash gentes de lentas formas y rápidas sonrisas.
Se mueven lento, algunos tan lentito que puedes saborear cada uno de sus movimientos; todo lo hacen a un ritmo, el de la tranquilidad, y a menudo con una pacífica sonrisa en el rostro hacen sus rutinarias tareas entre la paz y armonía del valle.

Pakistán

Es difícil Pakistán, o más bien, no es fácil.
Mirando hacia atrás podríamos titular éste escrito sobre el recorrido en el país con algo así como: “sonrisas y lágrimas”. Para mí el primer país musulmán, para Aitor, el primero que recorre con una mujer. Podría escribir un libro tan solo con los encuentros, experiencias y aventuras en este país bello pero duro, en el que la hospitalidad es tan extrema como su forma de seguir la religión: al límite. Trataré de resumir algo de los 3 meses y medio en que pedaleamos éstas tierras.

Hay tantas normas y formas de comportamiento que hemos necesitado casi el primer mes para poder, finalmente, relaccionarnos en esta sociedad como si fueramos del lugar, pero eso costó sonrisas y lágrimas.

Pasamos una semana en Lahore (capital cultural de Pakistán) entre rikshas que polucionan incluso más que los de India, y desayunos de yoghourt con unas chapatis (panes) especiales que solo hacen aquí. Aprovechamos para ir a ver música Qawali (música religiosa cantada por un grupo de hombres que entre palmas, percusión y tonos que recuerdan al flamenco, nos pusieron los pelos de punta de lo impactante de verlo en directo) y un grupo de Sufíes que al ritmo de dos enormes tambores y girando su cuerpo sin parar, entraban en trance ante nuestros ojos atónitos y nuestras ganas de unirnos a ellos en ese constante girar que parece elevarlos a otras dimensiones. Algo digno de ver.

De allí a Islamabad la capital del país: tiempo de visas y de paciencia.Tras finalizar los trámites de los visados y de nuevo libres, nos dirigimos curiosos hacía la frontera afgana, queríamos conocer ese Pakistán de las áreas más tribales y en vez de acortar hacia el norte, decidimos aventurarnos a hacer una incursión en esas tierras fronterizas y remotas de entre los dos países.

En tan solo dos días nos plantamos en Peshawar y fué ahí que comenzó lo más bello, intenso, diferente y especial del tiempo vivido en Pakistán. Entramos en tierra de burkas, cabezas rapadas y largas barbas, de las gentes que viven la religión de la forma mas extrema y también más cerrada al resto del mundo y por lo tanto, uno de los lugares más exóticos por lo diferente que nunca visitamos. También uno de los sitios más restrictivos con las libertades a las que sobre todo yo, estoy acostumbrada.
Ya en los últimos cien kilómetros había tenido que ,no solo pedalear con los largos y anchos pantalones y la especie de túnica-camisola-vestido que los cubre, sino también con el velo puesto. Me inventé un sistema de corchetes para atármelo a las muñecas y a la barbilla con el fín de que se mantuviera en su sitio al tiempo que me podía refrigerar con el airecillo que entraba por abajo. Resultado: vista desde el frente parecía totalmente una señal de peligro, un triángulo blanco con una cara asomando, la mar de chistoso.

Al entrar en Peshawar parece que uno se metiera en una máquina del tiempo, transportado cientos de años atrás, otro mundo de repente. Ciudad de laberínticos bazares en los que de todo se vende, por zonas eso si, aquí casi nada se mezcla, y sobre todo cuando se habla de mujeres; ellas tienen su propio bazar «Mena Bazar» dónde los burkas se mezclan con ropa interior de intensos colores, rojos chillones, morados, ligas, camisas de impresionantes escotes y lentejuelas, faldas cortas y medias de malla… todo eso se esconde bajo los negros hábitos y los asfixiantes burcas.

El olor a cardamomo lo impregna todo en el bazar. En enormes tinajas-barril metálicas, éste hierve en el agua por horas dejándo en ella su peculiar sabor y aroma; en pequeñas teteras con hojas de té verde la sirven junto a pequeños cuencos en los que los hombres, beben la deliciosa mezcla mientras pasan las horas charlando entre rezo y rezo.
El hecho de ser turistas hace que pueda entrar en esos lugares pero es Aitor el que habla con ellos, a mí no se dirigen. A través de diferentes encuentros fuimos descubriendo, aprendiendo y entendiendo un poco más este mundo tan diferente. Charlas con afganos que escaparon de la dura realidad del otro lado de la frontera, con vendedores, intelectuales y gentes simples… todos ellos al saber de nuestro viaje nos dijeron lo mismo: una mujer no puede ir en bicicleta, no en estas tierras, va en contra del Corán. Nosotros les rebatimos esta ley comentándoles que en los tiempos de Mohamed no existían bicicletas por lo que no puede estar escrito y aunque rieron… no funcionó. Más aún, nos dijeron que si nos queríamos aventurar en subir al norte por la zona pegada a la frontera y cruzar el valle de Dir, podíamos tener serios problemas. Las áreas tribales del valle, son zona fundamentalista dónde residen extremistas islámicos, es decir, según todos nos dijeron: zona talibán. Si no fuera en bici (y cumpliendo con mucho cuidado las leyes musulmanas) no habría problema, pero pedaleando estoy de algún modo insultándoles, faltándoles al respeto y lo podrían incluso tomar como un ataque, lo cual les podría facilmente hacer enfadar mucho.

Por lo que ya habíamos visto cuándo llegábamos a esta zona y durante la estancia en Pesawar, nos dimos cuenta que iba en serio, esta vez no eran habladurías, odio entre vecinos o miedos infundados, aquí la cosa se pone más seria y decidimos acallar nuestro orgullo y empezar a regatear para conseguir un buen precio en una de los montones de furgonetas que se agolpaban en la caótica y polvorienta estación.
Así fué que recorrimos el trayecto de Peshawar a Chitral, en una pequeña furgoneta que a trompicones recorría, cargada hasta los topes, el camino de piedra y tierra que cruza estas áreas que sirven, según nos contaron, de escondrijo de altos poderes del mundo talibán buscados y perseguidos.

Desde Chitral a Gilgit pudimos pedalear de nuevo, y en esa zona una sorpresa esperaba por nosotros: la oportunidad de mezclarnos con sus gentes. Una zona aún bastante fundamentalista.
Fuimos acogidos en varias casas dónde incluso pasamos algún día de descanso debido a que mi rodilla derecha comenzó a darme problemas y mucho dolor. Fué así que fuimos testigos de honor de como viven las familias y esos seres de tan dificil acceso para el viajero como son las mujeres. Pero esa historia quedará para otro momento porque de larga e intensa necesita ser contada de un modo largo y tendido y por esta vez…. ya conté demasiado.