Mongolia… un sueño

El retorno a la estepa ha sido como zambullirse en el interior de un sueño.
Las lluvias, para cuando volvimos al punto en que las bicis descansaban esperando a que volviéramos con la extensión de visado en el bolsillo, habían trasformado el paisaje: esas tierras secas ahora eran las verdes praderas que tanto habíamos añorado en la primera parte de pedaleo en el país.

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El agua de las tormentas que caen ahora a diario, ha traído la abundancia, los verdes y la multitud de pequeñas flores amarillas, blancas y moradas que lo salpican todo como estrellas en el cielo.
La primeras sensaciones de la vuelta a la bici, tras los días en la ciudad: plenitud y alegría. Tanta que en un momento no pude ya reprimir el impulso que me hizo saltar de la bici y bailar, mientras Aitor sonriente se acercaba terminando su ascenso en la cuesta con los ojos llenos de luz. Ambos sentíamos lo mismo.

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Los días de burocracia nos habían dejado con tan solo 17 días de pedaleo y por ello decidimos que renunciaríamos a ese «todo en bici» al que tanto nos aferramos y aprovecharíamos las jornadas para recorrer la mayor parte del norte del que fuésemos capaces; hasta el límite de los días que teníamos de visado. El nuevo plan era salir de Mongolia en tren saltándonos el desierto del Gobi que ocupa la parte sur.  Así nos colmaríamos de norte.
Hemos recorrido la Mongolia soñada, la que veníamos buscando y anhelando encontrar.

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Subimos al lago Khovskol y aprovechando los 100kms de asfalto y la fortaleza que han cogido nuestras piernas de tanta pista y repecho, llegamos antes de lo esperado por lo que decidimos parar allí un día. El plan, tomar esta segunda ronda de pedaleo en el país para disfrutarlo sin la presión de tener que hacer un número de kms determinado al día, pues con la nueva visa en el bolsillo ya no cabía la prisa en nuestra agenda.

Tras salir del lago tomamos un sendero que atraviesa las montañas y que apenas los mongoles conocen: una pista remota y estrecha que atraviesa zonas montañosas en las que la estepa verde paso a ser zona de árboles y bosque, ríos, sí, en los que finalmente encontramos agua y fué tanta, y fueron tantos, que tuvimos por días los pies arrugados como pasas de tanto cruzar fríos caudales que aparecían a cada pocos kms en nuestro camino.

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El agua ha marcado esta última parte: el lago, los ríos y….. la lluvia. Esta nos complicó los días y el pedaleo.

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Aún el tiempo está frío en el norte del país y uno no puede permitir mojarse demasiado como cuando hace calor y nada importa, además, con las primeras lluvias descubrimos que la tienda de campaña tiene las costuras tan forzadas de resistir los fortísimos vientos que la han azotado en el desierto chino y el oeste mongol, que ahora el agua entra por todas partes. Un enorme plástico que colocamos bajo la capa impermeable, hace que el agua escurra sobre éste y baje al suelo manteniéndonos sequitos en el interior de las tienda, felices y tranquilos por mucho que llueva fuera.

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De nuevo pedaleamos con esa sensación de habernos metido en un juego electrónico de esos, en que el personaje tiene que ir pasando pantallas y superando pruebas que van variando a cada tanto, cada vez un nuevo adversario que te hace desarrollar nuevas artes y tácticas para vencer este duelo que, en tierras tan extremas, supone el avanzar. De nuevo reíamos con eso de: «en Mongolia todo es extremo» y es que, si hay arena…. te hundes, si hay viento…. es huracanado, si sale el sol de detrás de la nube…. achicharra, llega hasta a doler de tan intenso pero ojo, que si vuelve la nube y lo cubre…. has de sacar la chaqueta por que te hielas de frío. Ahora que comienza la época de tormentas…. jarrea con fuerza y los truenos y relámpagos te llegan a poner los pelos de punta en momentos. En éstos días, si miras a tu alrededor puedes divisar no una, sino varias tempestades desatando su furia aquí o allá. Mezcladas con las nubes blancas y las zonas de cielo azulado, las negras nubes forman una fascinante visión que a cada segundo cambia y se trasforma, una visión en la que uno podría quedarse observante por horas.

Así continuamos recorriendo la zona norte en la que tras los bosques, volvimos a una bellísima zona en que éste y la estepa se alternan formando parajes tan bellos que te hacen olvidar el sufrimiento, la dureza, y lo duro que es el recorrerlos. Los nómadas en esta zona tienen enormes rebaños los cuales normalmente andan acompañados por un adolescente o niño a caballo y éstos junto a las águilas han sido nuestros compañeros de vida, de camino. Los encuentros en estas tierras tan poco pobladas son escasos pero los ha seguido habiendo a menudo pues, la enorme curiosidad mongola los hace no poder resistirse a acercarse cuando, a través del pequeño catalejo que todos usan para vigilar el ganado nos ven parados en algún lugar. Curiosos como son, hasta la médula, se aproximan con esa calma y tranquilidad que caracteriza a la gente que no vive subordinada a un reloj; bajan del caballo o de la moto tan pronto como ven que tu les saludas (si no lo haces se mantienen montados y normalmente algo distantes) e hincan la rodilla en el suelo sentándose sobre el talón y se mantienen callados, tranquilos, sin más. Los encuentros cada vez, están caracterizados por algo muy Mongol: la broma y la risa. Si no se necesita un mismo idioma para comunicarse, aún es menos necesario para reírse juntos.

Con un ojo en la pista (que no permite el despistarse ni un segundo) y otro en el cielo para que la tormenta no nos pille por sorpresa, proseguimos.

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En el día cuando la tormenta comIenza, aguantamos al límite. La «señal» de parar es el momento en que la chaqueta de la lluvia comienza a escurrir en plan chorro a las mallas, a las piernas, y éstas comienzan a tomar demasiada humedad, entonces, así como una danza en que todos lo movimientos fluyen entre la pareja sincronizada, paramos. El saco trasero va al suelo al tiempo que lo secamos, las bicis en el lado del viento y, cogiendo uno de cada lado otro plástico de unos 2x2m,nos semienrrollamos uno por cada lado sentándonos al tiempo sobre el saco convirtiéndonos al agacharnos en una gran pelota negra donde, protegidos y calentitos como en el útero materno no cabe mas que…. esperar.

A veces eso ha sido lo más difícil, mantenernos ahí encogidos, agachados, esperando en silencio pues curiosamente estos han sido momentos en que nunca hablábamos. Nos limitábamos a estar, a escuchar…. el golpear de la lluvia contra el plástico… A cada tanto, cuando la lluvia iba remitiendo, abríamos un agujerito para ver fuera como el cielo volvía a abrirse azul, cubriéndolo todo de nuevo y, a tan solo unos metros ahora el sol, volvía a calentar fuerte, ahora más cerca, y, una vez nos alcanzaba era el momento de arrancar de nuevo (no sin antes secar el plástico dejándolo así preparado por si en otra media hora nuevos relámpagos y truenos volvían a avisar que un nuevo chaparrón se avecina).

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No es fácil hacer la vida normal cuando tienes la amenaza del chaparrón casi continua en el cielo pero, de nuevo hemos sido testigos a través de la experiencia propia, de como el ser humano es un ser de costumbres y que a todo, todo, nos hacemos una vez lo «normalizamos». Una vez pasan los primeros días de adaptación a ello y se acepta que eso es lo que hay; uno es capaz de llevar todo.

Así hemos llevado la dureza y lo extremo de estas tierras con calma y sin negatividades, más bien neutros, aceptando sin más para poder seguir disfrutando de todo lo que por otro lado, estábamos recibiendo como regalo por ser capaces de sobrellevar la dureza.

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Aitor ha tenido bastante trabajo en este último mes y gracias a su enorme capacidad de inventar y crear soluciones con escasos medios, hemos salido del paso. Sus alforjas delanteras y la mía trasera nos dieron problemas que solucionó con unos agujeros y un par de tornillos; el hornillo también nos pegó un buen susto pues dejó de funcionar totalmente y eso, en este lugar supone un verdadero problema pues a parte de no haber apenas pueblos, en éstos es muy limitado lo que se puede conseguir y aunque hubiéramos podido continuar a base de latas de pescado, queso duro y pan, ese hubiera sido el menú, desayuno, comida y cena, de no ser por su arranque a inventar, que lo llevó a solucionar el problema (tras horas de darle y darle) con un cable de freno (que uso como escobilla) y la bomba de la bici con la que dando presión en el interior de la zona bloqueada consiguió sacar lo que la tenia cerrada, pero, el más increíble de todos los inventos-arreglos, fue el que se le ocurrió cuando a tan solo 3 días de pedaleo de Ullan Bator y a tan solo 60 del asfalto. Mi rueda delantera reventó; la llanta delantera se rajó en unos 50cms y saltó de la rueda hacia fuera quedando la cubierta totalmente suelta y haciendo explotar la cámara…. ante esto…. en el 99% de los casos la solución supone tener que tomar un transporte (el cual hay que encontrar primero en estas remotas tierras) hasta la capital: único lugar donde se puede encontrar una tienda con ruedas de bici y cambiarla, pues no hay forma de reparar la llanta rota.
Como suele suceder con las grandes ideas, fue cuando dejó de darle vueltas (y ya en lo que pensábamos era en como hacer para conseguir llegar a la capital estando…. en el medio de la nada) que apareció el posible apaño en su mente y decidió probarlo así como el que prueba una locura y …. ¡¡ dio resultado!!….. realmente no dábamos crédito al estar pedaleando de nuevo, a que pasaban los kms y la rueda seguía aguantando (a esto solo se le puede añadir una foto para poder entender el arreglo).

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Quienes nos encontraron en estos tres últimos días de pedaleo hasta la capital no podían creer el estado de mi rueda y quedaban admirados de la asombrosa solución.
Llegamos a la capital con el tiempo justo de visado para tomar el tren, salir del país, y con un gusto en el paladar de «sabor a poco» y ganas de más, fuimos testigos de como todo se acababa y, Mongolia, se quedaba atrás.

Testigos de nuevo del eterno y constante cambio que la vida es, que no permite a veces terminar de saborear, cuando algo nuevo trasforma el gusto, para, volver a trasformarlo una vez, y otra, y así constantemente…. cambiando con el cambio, adaptándonos a lo nuevo que viene: la ciudad y las prisas, los pitidos y al asfalto, coger el tren y alejarse de estas tierras en las que el alma nos pide quedar.

Aún con la estepa dentro, inundando nuestro interior con su silencio. La estepa y el cielo, el cielo y la estepa, los caminos que tomar y… un águila a cada tanto ….. todo eso somos ahora, aquí dentro.

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Con los ojos cansados de tanto marrón, entramos en Mongolia; éstos, sedientos de verdes, se abrían ya desde la frontera misma buscando esa estepa con la que tanto habían soñado, los ríos y el agua de los que habían oído hablar y así, se mantuvieron buscando cada día, esperando a que detrás de esa colina apareciera finalmente el frescor y la abundancia de hierba y pastos. Hemos pasado los límites ya de resistencia mental al desierto y el alma nos pide ya casi desesperada que se acabe y cambie, este horizonte seco que aunque no deja de ser bello la está resquebrajando de tanta aridez.

Ha tenido que esperar casi 20 días de pedaleo para empaparse de tierras más frescas de ríos y verdes.

Toda la parte oeste ha sido desértica pues las lluvias no llegan hasta finales de Julio y el país en ésta época, acaba recién de quitarse el traje blanco del invierno que aquí dura ocho meses en que esa capa helada lo cubre todo y las temperaturas pueden llegar hasta los -30ºC. Aún está el mundo aquí suspirando aliviado, celebrando el calor del sol y la subida de las temperaturas, éstas varían de tal forma en un solo día que tenemos que andar con todo a mano pues se pasa de pedalear con el gorro de lana y los guantes, el abrigo y las mallas de invierno, a la manga corta y estar achicharrados bajo el sol en cuestión de horas, a veces minutos pues, basta con que una nube cubra el sol para que el frío viento te deje tieso, tiritando.

País de extremos. Duro y extremo clima que azota sin piedad.

Dicen que es debido a eso mismo, a lo extremo de estas tierras, de dónde viene la afición de los mongoles a la risa, al humor. Es lo que para nosotros más los caracteriza, su curiosidad pero sobre todo, su buen humor. Ha sido eso también lo que más hemos compartido cuando por un motivo u otro hemos entrado en las yurtas: risas, carcajadas y alegría.

Son en su mayor parte budistas, religión que aquí se mezcló con el chamanismo que tiene su origen, según nos cuentan, en esta parte del mundo. Nos vienen a recordar muchísimo a los africanos en su naturalidad y «bruscas» formas, simpleza y alegría. Nos hacen recordar a los musulmanes por su trato en cuanto a hospitalidad y ese saber que ante cualquier problema o necesidad están ahí al cien por cien.

El viento, que aún fortísimo azota el país, continuó acompañándonos cada día y nos hizo pasar unas cuantas noches con el alma en vilo pidiendo por favor que no nos partiera la tienda en dos pues sin ella…. estamos vendidos.

Así, aventurándonos por pistas que uno no sabe nunca al cien por cien a dónde llevan ni en que estado están, hemos ido recorriendo el país. La brújula en estas tierras no puede faltar ni guardarse muy abajo en las alforjas pues aquí no hay carreteras ni señalización, uno se guía por la dirección a la que va y, en relación a eso, elige la pista que aparentemente se dirige hacia allá; si comienza a desviarse demasiado y te hace sospechar, lo mejor es parar a ver si alguien pasa en moto o a caballo (que es la forma más común de desplazarse en este país en que moverse en grandes distancias no es ni barato, ni común y por lo tanto cruzarse con un coche o furgoneta a veces no sucede en el día entero), si nadie pasa lo mejor es acercarse a alguna yurta o ger aunque para eso haya que caminar a veces hasta un kilómetro pero no queda otra si uno quiere asegurarse verdaderamente de a dónde lleva la pista que eligió.

 

Siempre que te acercas a una ger, eres bienvenido y un té con leche y un toque de sal te espera. Estas tiendas redondas formadas por finos palos de madera, cuerdas y un tejido que varía desde algo parecido a alfombras de lana, hasta tela fuerte y gorda parecida a la de saco con las que lo recubren por fuera, son las casas de la población que vive fuera de los escasos pueblitos que forman el país. Las «gers» o «yurtas» tienen un orden interno en que todo está colocado obedeciendo a un significado y normas que vienen de una tradición cultural muy antigua.

Los dos palos centrales que sostienen el arco central en el que se sujetan todos los otros que forman el techo, simbolizan al hombre y mujer de la casa y nunca se ha de pasar por el medio, al entrar, los invitados se sientan en la parte izquierda de la yurta y el hombre de la casa en la parte central derecha. La mujer es la que prepara el sabroso té y lo ofrece a los invitados, junto a unos pequeños y alargados trozos de masa frita (harina, levadura, agua y grasa animal, a veces un toque también de azúcar) que es, junto a la carne y la pasta la base de su alimentación.

Ahora que llega la primavera y las vacas comienzan a parir, aparecen los lácteos que toman en forma de yogurt o en unos sabrosos y fuertes trozos de queso seco curado que hacen en forma de rectángulos.

Dureza, eso se ha repetido cada día hasta ahora. Dureza.

Cada día éramos conscientes de que había que olvidarse de contar kilómetros, de esperar llegar o no a algún punto o incluso de hacer planes pues no sabíamos lo que el día nos podría traer pero seguramente sería un nuevo reto diferente.

Han sido días de encontrar mucha arena en las pistas y eso significa empujar, con bicis tan pesadas la arena literalmente te absorbe, parece querer engullirte como si de arenas movedizas se tratara.

 

No hay otra que empujar, incluso a veces en zonas, éramos los dos que teníamos que arrastrar las bicis sobre la arena debido normalmente a los empinadísimos repechos que hasta a veces nos hacían reír al verlos, como si se tratase de una broma de mal gusto el ver que era por ahí que teníamos que continuar.

Estas pistas en su mayor parte fueron marcadas por hombres que se desplazaban a caballo y no por coches o gente caminando por lo que el encontrar que cruza la parte más alta de la montaña es algo muy normal.

Mongolia te pide el cien por cien cada día, físico y mental, sobre todo este último no se puede venir abajo, no en estas tierras, aquí no hay términos medios.

En los últimos días los huracanados vientos han ido cesando y es que, en esta época es cuando comienzan a aminorar y dan paso poco a poco a las lluvias. En la última semana las tormentas nos han hecho desarrollar nuevas técnicas y formas pues hemos andado cada día con un ojo en la tierra y otro en el cielo vigilando las nubes, estirando el pedaleo hasta el último momento en que el chaparrón era ya inminente, entonces, el plástico que usamos para colocar debajo de la tienda de campaña cuando acampamos nos ha servido de paraguas: sentados sobre una de las bolsas-mochila nos cubríamos con él, hechos como una bola de plástico, agachados, aguantábamos el chaparrón hasta que la tormenta pasaba y nos permitía volver a nuestro pedalear y avanzar. El viento frio del norte nos ha estado avisando continuamente de que aquí, uno no puede andar mojado por la estepa, no con este frio.

La última semana nos brindó un regalo y ha sido llegar a esa Mongolia ensoñada de caballos y pastos, de verde y amplitud.

Estamos deseosos de que terminen estos días de burocracia (extensión de visado mongol, visado de china) en la capital, para volver al pequeño pueblito en que las bicis nos esperan, y esta vez sí, sumergirnos en las verdes estepas del norte.

Este país en que los días son tan largos que uno puede contar con los dedos de una mano las horas de oscuridad, en que la mirada se pierde en la grandeza de las zonas deshabitadas, de los espacios abiertos, en los enormes rebaños, y sobre todo en la impresionante, impresionante belleza de la amplitud y grandeza de un espacio que aquí es espectacularmente bello: el cielo.