Las cosas son como son y a menudo, nunca cómo imaginabas que serían.
Nos gusta a los seres humanos mirar el futuro y pintarlo a nuestro antojo, ponerle colores y formas, moldearlo como quién coge un pegote de plastilina y comienza a juguetear con él haciendo aparecer a su antojo personajes, formas, animales… pero… hace años me dí cuenta de que eso, lo de imaginar el futuro, lo de planearlo, más bien lo habría de meter en el «cajón de los vicios», o en el de los «entretenimientos» y no tomarlo muy en serio.
En sí no está mal, te da el impulso de avanzar, de seguir con entusiasmo hacia el plan pensado pero… es tan solo un juego y personalmente no me aferro ya a ello ni un segundo, pues sé por propia experiencia y a ciencia cierta que un encuentro, un suceso, un evento… hará que a medio camino todo se transforme hacia lo impensado, y lo inimaginable hará acto de presencia dejando el plan original a un lado, difuminado en el recuerdo. Finalmente… tan sólo un juego.
Podemos afirmar ambos al mirar hacia atrás en nuestras vidas, que siempre la realidad superó finalmente nuestros mejores y más bonitos sueños, de ahí, de esa definitiva seguridad nace esta profunda y constante sensación de agradecimiento, que aún ante la aparente catástrofe mantenemos, a sabiendas de que no está todo dicho nunca, de que lo uno sigue a lo otro y de que ésto nos llevará a aquello, que nada concluye hasta la muerte y por lo tanto, todo puede suceder en cualquier momento.
Así ha pasado en Nueva Zelanda, lo inimaginable hizo acto de presencia. Atónitos vimos como los sucesos se estiraban, se encogían, giraban y transformaron la realidad hasta convertirla en un inesperado regalo, una oportunidad exquisita.
Os cuento….
El plan era estar casi cuatro meses en este país, y durante ellos pedalear las dos islas tranquilos, como siempre, dándole tiempo y cabida a todo para saborear al máximo el camino. Los padres y la hermana de Aitor vendrían en los últimos 25 días y juntos alquilaríamos una caravana y recorreríamos con ellos lo que más nos hubiera gustado, lo que quedara por descubrir. Tenían muchas ganas de venir, de ver cómo es este «otro lado del mundo», las antípodas de la península ibérica.
Pero todo se transformó…
Ya os contamos todo sobre el pedaleo en la isla norte en la anterior entrada del blog pero, algo quedó reservado y en secreto en ese escrito: todo comenzó con una ligera sensación interna de inapetencia hacia el pedaleo, Aitor lo iba disfrutando como siempre (teniendo en cuenta que tras los dos meses de visita a la familia ambos estábamos fuera de forma, y los principios con las bicis tan pesadas son bien duros) Me sentía fuera de lugar, haciendo algo que… de repente… no quería hacer.
Me descubría ensoñando, pensando en que llegara ya el descanso para… ¡¡escribir!!,
el impulso superaba las ganas de viajar, de conocer, de ver y hacía perder el sentido a todo lo que no fuera sentarme a ello; continuar, si «continuar»: en la visita navideña a España había por fin, comenzado (tras muchos años de decir que «ya lo iba a hace», que… «ya me pongo en cualquier momento») oficialmente a escribir el libro de… bueno, los primeros 3 años de viaje, desde los comienzos hasta finalizar África.
Fui yo quién decidió el comenzar con ello pero… lo que no esperaba es lo que sucedió: el proceso en sí tomó vida propia y dejé literalmente de estar al mando. Era como si el libro desde otra dimensión necesitase de mis manos para materializarse y me usara para cobrar vida, no era ni soy yo quien se la da, es él quien a través de mí aparece por sí mismo.
Ambos, Aitor y yo éramos espectadores, testigos de esta sensación apareciendo, creciendo en mí hasta tomar tales dimensiones que nos hizo parar y tomar una decisión al respecto, pues seguir avanzando así carecía totalmente de sentido.
Había de parar y escribir. Y nos abrimos a las posibilidades, a mirar, a estar atentos a ver si aparecía algo o alguien…
Lo que estaba claro es que Aitor pedalearía la isla Sur, pero… ¿y yo?.
Estando en el sur de la isla norte y ya finalizado todo lo que os contábamos en la anterior entrada, decidimos contar a los que habíamos conocido hasta el momento nuestra situación y hacerlos saber que buscábamos un sitio en el que pudiera estar, para seguir escribiendo. Fue así que nuestra historia llego a los oídos de Ron, un maravilloso personaje que hizo realidad lo impensable.
Me ofreció a estar sin limitación de tiempo en su casa de la playa. Un lugar que él solo usa los fines de semana y que superó toda expectativa posible: una de las casas más bellas y especiales que nunca vi. Amplia, rebosante de paz, con vistas al océano sobre el que cada tarde el sol se ponía allí enfrente, cada tarde. He pasado los últimos dos meses y medio allí, recluida en lo que sentía como un palacio de cristal en el que el libro cobraba vida en secreto, en silencio. Volando en el tiempo, jugando a traer recuerdos, contar lo que fue… aquellos ojos y aquellas palabras, el sabor de un momento, el sonido de un silencio, el tacto de una lágrima… todo junto, dolor y libertad, sufrimiento y pasión, logro y pena, adioses y bienvenidas… todo junto saliendo de «el saco de los recuerdos». Ir sacando de él uno a uno, quitándoles el polvo, colocándolos sobre la mesa, en el suelo… por todos lados y con todos fuera; ver y decidir en cual sumergirme para revivirlo y así poder compartirlo; cuál no cabe y había de meter de nuevo en el saco. Y así he ido formando el texto consciente de que un día unos ojos escucharán, al leer esas palabras mi voz silenciosa.
Y mientras tanto… Aitor tomaba el barco hacia la isla Sur, embarcándose no solo en él sino y al mismo tiempo en una andanza de nuevo solitaria; como en los comienzos de su viaje cuando en el 2006 recorría como único tripulante de su aventura, Nepal, India, el Sudeste Asiático, China y el Tibet (éste último de manera clandestina).
De la Isla Sur cuenta maravillas.
Lo mejor, según dice, fue el momento de salirse del asfalto y tomar caminos, senderos para bicicletas que recorren la isla y en los cuales podía rodar totalmente solo sin rastro alguno de humanidad.
Impresionantes lagos que al recibir la luz del sol devuelven como regalo a quién los mira un tono turquesa intenso que deja sin palabras a cualquiera.
En especial, dice, el lago Pukaki que con el monte Cook al fondo resultó no solo una visión, sino una vivencia que siempre quedará grabada en sus retinas y en el mismo alma. Un acierto fue el decidirse a recorrerlo por su orilla Este la cuál nadie toma pues todos se dirigen al Oeste, al asfalto; por la ruta que las guías de viaje recomiendan y por eso mismo, él se decidió a evitarla. Todo un acierto, repite, sin duda alguna.
El otoño le brindaba un regalo, los colores: rojizos, amarillos y una variedad tal de marrones que pintaban el paisaje, las enormes montañas, los valles y los árboles de un modo espectacular, indescriptible.
El invierno que comenzaba a hacer acto de presencia hacía duro el acampar; las tardes gélidas y las mañanas heladas hacían muy difícil mantener el calor pero eso sí, con la lluvia tuvo tanta suerte, que nadie le creía cuando contaba que sólo fueron 3 días en mes y medio los que hizo acto de presencia. Afortunado Aitor, siempre.
Recorrido ya todo lo que quería ver, se encontró con unos días extras en que debía hacer tiempo hasta que llegara su familia; decidió entonces hacer una ruta más, una de 300 kms por pista, la «Alp2Ocean trail» que le volvería a llevar a los pies del monte Cook. A tope, a ritmo, sin tener que esperar por mí en las subidas; libre, fuerte y decidido volvía a saborear de nuevo la dificultad y la dureza, el superar límites y el darlo todo entre esas montañas que tras cada curvan le iban regalando un nuevo paisaje, a cual más espectacular, visiones que lo hacía echar el pie al suelo, parar, enmudecer. Abrazado a la soledad y al mundo al mismo tiempo disfrutó cada segundo, según explica, como un tesoro, como un regalo.
Recogía a su familia con un especial brillo en los ojos que delataba la profundidad de todo lo que había vivido.
Han sido 16 días de recorrer a lomos de la caravana, de la casa rodante y en familia la isla sur de nuevo, de visitar algún lugar que había quedado pendiente y compartir con ellos los descubrimientos que había hecho. Tras ello y ya en la isla norte, me recogían y en 6 días llegábamos tod@s a Auckland desde dónde ellos volaban de nuevo a casa y nosotros, tras empacar y ajustar en las cajas el peso permitido; tomábamos un avión con el que hemos cruzado el pacífico entero, entre sueño y sueño, y con un profundo dolor de culo y de cuello al mismo tiempo, descendíamos finalmente del avión en nuestro destino final… ¡¡¡Alaska!!!… aún no lo podemos creer y nos lo tenemos que repetir para poder hacerlo…
– ¡¡Eh, que… estamos en Alaska!!.